También
yo fui niño, hace ya muchos años, muchísimos. Tantos, que me cuesta recordarlo.
Lo que si recuerdo es a un viejo pastor que vivía en una majada cerca del
pueblo. Su casa era un chozo hecho de juncos, sus compañeros dos perros
mastines blancos y una perrita negra, chiquitina y ladradora, que es la que
corría tras la manada de ovejas. Entre la blancura de los animales lanudo
destacaban las cabras negras y coloradas que formaban la piara. De noche
encerraba el ganado en un redil hecho de cuerdas y estacas de madera. Y por la
tarde tomaba un cubo y ordeñaba las cabras. Esta buena la leche recién
ordeñada, aquella que todas las tarde me daba el viejo pastor.
Era
mi amigo, eso decía yo a quien me preguntaba. Cada tarde yo iba a la majada, y
con curiosidad y en silencio, seguía atentamente todo lo que hacía el pastor.
Como amasaba la comida de los perros, una especie de harina gorda y agua. Como
hacia el queso, prensándolo con las manos en cinchos de madera de higuera.
Cuando
terminaba la faena de la tarde se quedaba sentado en el tronco de encina, recostado
al chozo. Pensativo un momento, luego se llevaba la mano al bolsillo del
chaleco y sacaba una petaca y un librito de papel, y despacio, disfrutando el
momento, liaba un cigarro. Se lo ponía en la boca, y de otro bolsillo del
chaleco sacaba el eslabón, la piedra y la yesca, que empezaba a arder con las
chispas que saltaban del eslabón y la piedra. Y de esa forma, mágica para mí,
encendía el cigarro.
Y ahí lo dejaba mirando el cielo, esperando las estrellas, que le contarán algún secreto. Con la perrita negra a sus pies, único testigo de la soledad que bañaba sus pensamientos.
Y ahí lo dejaba mirando el cielo, esperando las estrellas, que le contarán algún secreto. Con la perrita negra a sus pies, único testigo de la soledad que bañaba sus pensamientos.